Sucede todas las mañanas. Un ejército de hombres tristes madruga para ponerse en marcha. Cada uno toma un taxi que le conduce a un aeropuerto de la periferia de su ciudad, lentamente. Somñolientos, todos piden un recibo al apearse.
Escuchan la llamada que anuncia su vuelo. La misma voz en todos los aeropuertos. El mismo destino en todos los altavoces. Todos de traje, corbatas parecidas. Los de más edad arrastan maletines de mayor volumen; los más jóvenes se entretienen con terminales de última generación. Ninguno factura equipaje.
Cuando el avión se eleva cada uno de los hombres tristes observa las luces de la ciudad que deja atrás intentando descubrir la de su casa, en vano. Las azafatas repiten con desgana su danza rutinaria, pero ellos ya duermen. Aún no ha amanecido.
La misma ciudad de siempre. Alguien ha dispuesto un cordón para que los hombres tristes se ordenen en espera de un nuevo taxi que les conducirá al ministerio, la sede central de la empresa o las oficinas de costumbre. La radio a todo volumen escupe los comentarios de algún periodista cabreado, pero ellos miran por la ventanilla esa ciudad que se despereza, ajena. Todos sienten cierto alivio al reconocer las puertas del edificio al que se dirigen, el mismo de siempre.
Escuchan la llamada que anuncia su vuelo. La misma voz en todos los aeropuertos. El mismo destino en todos los altavoces. Todos de traje, corbatas parecidas. Los de más edad arrastan maletines de mayor volumen; los más jóvenes se entretienen con terminales de última generación. Ninguno factura equipaje.
Cuando el avión se eleva cada uno de los hombres tristes observa las luces de la ciudad que deja atrás intentando descubrir la de su casa, en vano. Las azafatas repiten con desgana su danza rutinaria, pero ellos ya duermen. Aún no ha amanecido.
La misma ciudad de siempre. Alguien ha dispuesto un cordón para que los hombres tristes se ordenen en espera de un nuevo taxi que les conducirá al ministerio, la sede central de la empresa o las oficinas de costumbre. La radio a todo volumen escupe los comentarios de algún periodista cabreado, pero ellos miran por la ventanilla esa ciudad que se despereza, ajena. Todos sienten cierto alivio al reconocer las puertas del edificio al que se dirigen, el mismo de siempre.
Al atardecer los hombres tristes regresan. Se cruzan en los mismos pasillos del mismo aeropuerto. El nudo de la corbata ha cedido hace horas, el maletín va más cargado. La reunión ha resultado, una vez más, una pérdida de tiempo.
Una voz, siempre la misma, va anunciando los retrasos de sus vuelos.
Admito que es una imagen algo depresiva, pero es lo que siempre me encuentro cada vez que voy a Barajas por cosas de trabajo.
Esta semana estaré en Madrid. Me han invitado a participar en una mesa redonda en un curso sobre temas de mi curro. Cuando he recibido el localizador del vuelo me ha venido a la cabeza esto.